El cerro que vomitó fuego
Alboreó el día 29 de julio de 1968. Quién iba a creer que ese día el Cerro Arenal, estudiado así y conocido con ese nombre por todo el pueblo de Costa Rica, hablara al país y muy especialmente al pueblo de Tilarán, con majestuosa voz, explicando que no era un cerro sino un volcán.
Y para ilustrar y sellar la verdad, coloreó con negro carbón y ardiente escarlata el cielo, tantas otras veces de color azul celeste; calentó la atmósfera con gases nauseabundos, lanzó piedras a diestra y siniestra e hizo correr ríos de lava hirviente y lluvia de ceniza y arena.
Cuánta vegetación destrozada; gigantescos árboles hechos leña y animales muertos. Hatos enteros de ganado, como locos, corrían despavoridos de un lugar a otro, quizá pidiendo auxilio porque estaban ciegos, semiquemados, con las cacheras quebradas, o moribundos, retorciéndose en el suelo.
No más pastizales verdes; ni árboles envidiables; ni fuentes claras y cantarinas; ni piar alegre de pajarillos. El cielo entonces lloraba lagrimones grises, amarillos, rojos y negros; signos de confusión, soledad, dolor y luto. Los arroyos se detuvieron cortados de cuajo por la lava. El aire estaba impregnado de ceniza con olor a piel quemada y a azufre. El suelo, los árboles y la vegetación, fueron despedazados a pedradas. Pero el cuadro más conmovedor y tétrico estaba allí, al pie del volcán, desdibujado a la vista de los visitantes; era casi imposible creerlo.., casitas quemadas o semidestruidas por la agresividad del impacto de las piedras candentes; y dentro, cuerpecitos infantiles mutilados o quemados. Y allí, junto a escenas espeluznantes de dolor indescriptible, un intrépido grupo de hombres, tomados de la mano Poderosa de DIOS y desafiando el peligro, avanzaba hasta el propio sitio de los hechos, para fotografiar, con sus propios ojos, el cuadro imborrable de una tragedia de grandes proporciones.
No se podría olvidar jamás la labor de algunos miembros de la comunidad tilaranense; entre ellos: Monseñor Román Arrieta Villalobos, Efraín Murillo, Néstor Boniche, Lorenzo Martínez, algunos miembros de la familia Jenkins, el Dr. Juan Viales y miembros de la entonces Municipalidad de Tilarán, quienes expusieron sus vidas sin temor, para arrebatarle al volcán, hermanos muy queridos; entre ellos, don Juan Ramírez Rodríguez y a siete de sus hijos. Allí fueron apareciendo los cuerpos de dicha familia. Los niños más pequeños aún en sus camitas; el cuerpo de una joven que al parecer huida despavorida, alambrada una pierna hasta la exposición-del hueso, tendida en media calle, ya sin vida. Más al fondo, un hermano suyo que halló refugio junto a un árbol y escondió en él su rostro, fue tatuado por miles de vejiguitas; hirientes quemaduras que le robaron de improviso sus ilusiones, sus esperanzas y su vida. Don Juan al parecer, no huyó; la muerte le cayó sobre su cuerpo labriego. Lo recogieron los nuestros, pero al no hallar por ningún lado a su esposa e irla a buscar más lejos, el cuerpo de don Juan fue tomado por el cuerpo de rescate de San Carlos y llevado al puesto de la Cruz Roja de aquel lugar. Hasta allá fueron los nuestros, en su búsqueda, porque a un hermano no se le abandona, no se le pierde, no se le deja. Allá hubo desacuerdo: el cuerpo de don Juan no querían darlo, porque estaba confundido entre decenas de cadáveres. Aquellos tenían razón: temían que se llevaran a alguno de los suyos. Al fin, exigieron una seña para reconocerlo. Dios quiso que un hombre, Mario Vargas Murillo, pudiera dar la seña; lo conocía muy bien; por ello sabía que una vieja quebradura abultaba una pierna; qué más seña...
Luego pidieron la firma de hombres responsables, y firmaron: Juan Viales como médico del pueblo y Pepe Herrera, entonces presidente Municipal. Ya todo en orden, en camilla improvisada, subiendo cerros y pisando piedras que el volcán había lanzado desordenadamente, huyeron con el cuerpo de don Juan, para unirlo a la caravana de sus hijos, y fue preciso correr porque tras ellos, una nueva erupción acompañada de fortísimas explosiones oscurecía el sol y lanzó arena, cubriendo con una manto de aspereza lo poco que aún quedaba. A lo lejos, una vagoneta (carro fúnebre), les esperaba; no tenía coronas, ni lazos, ni flores; pero cargaba siete hijos de este pueblo. Una muchacha, hija también de don Juan Ramírez, fue sacada de primero, a caballo, aún con vida. Pero el río calentó su agua y no dio paso; allí murió Ángela, esperando...junto al río. Y esto valió: a ella sí pudieron velarla, en casa de sus tíos, allí donde Santana Vega. Los otros, urgieron a la tierra, para que como madre amorosa cubriera pronto sus heridas, no había tiempo de más.
Hoy don Juan Ramírez Rodríguez reposa en nuestro cementerio, con siete de sus hijos. Tres, que no estaban en casa, no murieron.
De Anita Barrantes, la esposa de don Juan, no supo nunca nadie. La sepultó el volcán en mar de arena.